Para abordar la historia del Vino Carlón, es preciso remitirse a la época de la conquista. Uno los edictos reales emitidos por la corona española del siglo XVI declaraba, de manera tajante, la prohibición del cultivo de la vid en las colonias americanas. Por ello, el vino debía de ser importado desde la península.
De la mano de esta imposición, los funcionarios y los altos estratos sociales acaparaban la provisión de los vinos finos pertenecientes a la denominación ibérica de La Rioja. Por otro lado, en lo que lo que concierne al resto de la población, no quedaba alternativa. Era menester acomodarse a las producciones más económicas, originarias de Benicarló.
Benicarló, la cuna del Vino Carlón, refiere a una localidad situada en la costa de la provincia de Castellón de la Plana, Valencia, en el extremo oriental de España. Es allí que se producía un vino al que, durante el proceso de vinificación, se le agregaba mosto concentrado cocido para preservarlo de manera más apropiada durante durante un período de tiempo más prolongada. En efecto, esta práctica seguía una antigua tradición romana legada por los habitantes de Hispania.
La uva dominante con la que se elaboraba este vino era la Garnacha, o en su defecto, la Garnacha Tintorera. Sendas uvas son ejemplares de alto rendimiento en el viñedo, que aportaban una sensible cantidad de color y taninos.
Estas cepas, sumadas al método particular de vinificación empleado, daban como resultado un producto pesado en la boca, de cuerpo notable y densidad, con unos 15 a 16 grados de alcohol. El vino era gustoso, de intensas tonalidades azuladas oscuras y con un potencial aromático fuerte y persistente. Justamente, por las cualidades antes descritas, en ocasiones se dificultaba consumirlo en estado puro.
El nacimiento de una tradición
Es de esta manera que dio inicio la tradicional práctica argentina de combinarlo con diversos aditamentos con el fin de rebajarlos. Primero con agua, luego con hielo y, posteriormente, soda. Evidentemente, esta era la única manera de poder consumir los vinos provenientes de Benicarló. Eventualmente, la finalidad de simplificar su nombre, los habitantes de ese período los llamaban Carló. Con el tiempo. finalmente, terminó deviniendo en el término Carlón. Así, desde mediados de los años 1500, hasta principios de 1900, fue un producto popular por excelencia.
A lo largo de esa considerable cantidad de siglos, gracias a la preminencia del vino Carlón, el paladar de los consumidores autóctonos fue modelándose. De esa manera, simultáneamente, se fueron forjando costumbres que están presentes, incluso, el día de hoy. El Vino Carlón no faltaba en ningún hogar del país, en ninguna pulpería, ni en ninguna pizzería, (por escenificar un espacio típico de acuerdo a la época correspondiente).
Sin lugar a dudas, se trataba del ejemplar predilecto de los consumidores de antaño. Si bien, es cierto que las opciones no proliferaban, cada vez aumentaba demanda se manera progresiva. Por supuesto, ello decantaba en el incremento, en niveles considerables, de las ventas de las bodegas de Benicarló. El pináculo de la comercialización de Vino Carlón se alcanzó en 1890, a finales del siglo XIX. El principal destino era, previsiblemente, el puerto de Buenos Aires.
El consumo del Vino Carlón se extendió, incluso, hasta la década del veinte del siglo pasado. Sin embargo, fue perdiendo terreno, eventualmente, frente a los exponentes que se producían en las provincias de Cuyo (principalmente, San Juan y Mendoza). De manera progresa, los vinos locales comenzaron extenderse y a ostentar cierto prestigio. Influenciados por las diversas comunidades religiosas, los productores vitivinícolas hacían cada vez mayores cantidades, las cuales eran, asimismo, de mejor calidad. De esa manera, terminó de prescindirse de la costumbre de agregar el mosto cocido, condición sine qua non del Vino Carlón.
La inspiración poética
En 1930, en Argentina, aconteció la llamada Década Infame. Este período se inaugura con una dictadura cívico-militar de corte fascista al mando de José Félix Uriburu (1930-1932). Su pretendida legalidad fue avalada por la Corte Suprema. A Uriburu lo siguió el Agustín P. Justo (1932-1938), que fue elegido en unas elecciones fraudulentas conformada por una alianza denominada la Concordancia y que abarcaba a conservadores, radicales antipersonalistas y socialistas independientes. Durante esta época comenzaron a surgir los tangos cuya lírica se asentaba fuertemente en la poesía, dejando de lado las letras más inocentes y pintorescas.
Entre los grandes poetas de esta época destaca Enrique Santos Discépolo, cuyos tangos, tales como «Yira Yira» o «Cambalache» sorprenden con su vigencia, aún refiriendo a ese período particular. Las angustias y nostalgias de tiempos mejores fueron un motivo habitual en el tango. Así, en 1930, Nicolás Olivari escribe «La violeta». El tango cuenta la historia de «El tano Domingo Polenta», un inmigrante que en, bares de barrios bajos, lamenta su condición de inmigrante en un territorio hostil. Uno de sus versos dice «Y en la sucia cantina que canta/ la nostalgia del viejo paese
desafina su ronca garganta/ ya curtida de vino carlón«.
Así, el Vino Carlón se convirtió en un elemento icónico de la imaginería porteña para aludir al compañero del solitario. Entre las carencias y la necesidad, el Vino Carlón se convirtió en un emblema de la joven Argentina y de sus idiosincráticas penurias.