La Confederación General del Trabajo (CGT) confirmó un nuevo paro general para el próximo 10 de abril y con él volvió a tensarse la relación con el Gobierno nacional. Aunque el mensaje público gira en torno a la «defensa de los derechos laborales», detrás del anuncio crece la preocupación del sindicalismo por la posible pérdida de un recurso económico clave: los aportes obligatorios de trabajadores no afiliados.
En el oficialismo reconocen que el Poder Ejecutivo busca avanzar con una reforma laboral más profunda. La idea no es nueva, pero tomó impulso luego de que el diputado oficialista José Luis Espert planteara abiertamente la eliminación de los aportes sindicales obligatorios, una herramienta que alimenta históricas cajas gremiales y que se descuenta mes a mes del salario de millones de trabajadores sin que estos lo autoricen.
Cómo funcionan los aportes y por qué están en la mira
Hoy las empresas giran dos tipos de fondos a los sindicatos: la cuota sindical para los afiliados y el denominado “aporte solidario”, que también se descuenta a quienes no lo son. Este último varía entre el 1% y 2% del salario bruto. Según distintas estimaciones del sector privado, representa miles de millones de pesos por mes que terminan en manos de las cúpulas gremiales, muchas veces sin control ni transparencia.
El caso del Sindicato de Comercio es ilustrativo: el aporte obligatorio asciende al 2% del salario, lo que representa unos $18.900 mensuales por empleado. Con solo tener en cuenta los trabajadores bajo el convenio (más allá de si están o no afiliados), esa caja supera los $13.200 millones por mes. En el caso de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), el descuento es similar y se ubica en torno a los $14.500.
Otros gremios, como Camioneros, imponen sumas fijas a cargo del empleador que terminan condicionando las paritarias: si la empresa debe girar $16.000 por cada trabajador, difícilmente traslade esos recursos al bolsillo del empleado. En palabras de un empresario pyme del rubro: «Es plata que no va al trabajador, va a Moyano».
El negocio de representar trabajadores que no eligen ser representados
El gran problema, que el Gobierno busca desarmar, es que los sindicatos operan bajo un modelo de representación compulsiva. Un trabajador que no está afiliado igual debe aportar, aunque nunca haya elegido al sindicato que negocia su convenio. En algunos casos, como el de Sanidad (FATSA), el propio acuerdo paritario establece una “cuota solidaria” del 1% que se retiene directamente del salario.
Más allá de la retórica de “solidaridad”, lo cierto es que estos aportes financian estructuras sindicales que han demostrado escasa renovación, opacidad en sus finanzas y vínculos estrechos con el poder político de turno. Muchos de sus dirigentes llevan décadas al frente de sus gremios, acumulando poder y recursos sin contrapesos internos ni auditorías externas.
La reacción del sindicalismo
No es la primera vez que el Gobierno apunta contra este esquema. Ya lo había intentado en diciembre con el DNU 70/2023, que condicionaba los aportes a una autorización expresa del trabajador. La medida motivó el primer paro de la CGT contra Javier Milei, y fue frenada luego por resoluciones judiciales.
Pese a la resistencia gremial, el Gobierno retomó la iniciativa. El pasado 5 de marzo, mediante un decreto, prohibió que los convenios colectivos impongan aportes a favor de cámaras o asociaciones empresarias. Aunque los sindicatos quedaron excluidos de esta cláusula, la señal fue clara: el esquema de financiamiento automático comienza a ser cuestionado desde el Estado.
En ese marco, el temor en la CGT no es solo político. Es económico. La eliminación de los aportes de no afiliados pondría en jaque la principal fuente de recursos de los sindicatos. También golpearía el margen de maniobra que estas estructuras tienen para negociar poder, sostener sus obras sociales o financiar movilizaciones como la que se prepara para abril.