(Por Carolina Mena Saravia para El Intransigente).- El pulque, la sidra y el vermut comparten un mismo origen: nacieron como bebidas populares, ligadas a fiestas y a lo cotidiano, a bares o rituales del campo. El pulque es el jugo fermentado del maguey, planta del género agave, de la cual nacen el tequila y el mezcal. Se trata de un líquido espeso, blanco y ácido, con un pasado sagrado en México. La sidra, por su lado, es el resultado de fermentar manzanas prensadas, chispeante y ligera. El vermut, en cambio, es vino macerado con hierbas aromáticas, símbolo de aperitivos europeos.
Injusticia o no, lo cierto es que hoy es tiempo de revancha, ya que durante años quedaron relegados a lo más profundo de la escala. Barato, viejo, o pasado de moda, eran palabras que si no se decían, pertenecían a los preconceptos establecidos. Pero llegó su momento de la mano de chefs y de bartenders para emerger con fuerza en el escenario, incluso hasta la cocina actual los recuperó con un nuevo lenguaje.
El resurgimiento caló hondo, al punto de llegar a competir mano a mano con el champagne o un buen malbec. Sí, así como suena, porque los restaurantes de vanguardia presentan copas de pulque curado, sidras artesanales y vermuts de autor. Lo que antes era visto como algo fuera de lugar, casi, casi, rayando el esnobismo, se volvió sinónimo de innovación. El público lo recibe con sorpresa y curiosidad: beber una tradición olvidada en un contexto sofisticado es parte de la experiencia.
Pulque: la bebida de los dioses
El pulque es una bebida mítica, ya en tiempos prehispánicos se lo consideraba sagrado. Se servía en rituales, ofrecido en jarros de barro, acompañado de cantos y celebraciones. Su textura viscosa y su sabor ácido se hacía difícil de asimilar para aquellos que crecieron con bebidas refrescantes o cervezas. Durante el siglo XX fue arrinconado por las industrias de la bebida, para caer prácticamente en el olvido.
Fue rescatado por la mano de cocineros como Enrique Olvera, que lo formuló como base del trago de su autoría, llamado Pujol, maridado con mole negro y servido en copa Riedel, la histórica, que destaca las bebidas en cada uno de sus diseños. Estados Unidos no podía faltar si de consagración se trata. Daniela Soto-Innes lo llevó a Nueva York y sorprendió a los críticos con cócteles de pulque mezclados con tequila o frutas tropicales, y productores como Ancestral o Apan lo embotellan con estética minimalista y logran posicionarlo como un producto de culto.
Las pulquerías se convierten en una oferta nueva para el público ávido de encontrar nuevos aires. Así nacieron las pulquerías de diseño, donde los curados de fresa o cacao se mezclan con música indie y presumen sus colores entre brillantes murales. De bebida estigmatizada pasó a convertirse en bandera de lo local y en símbolo de orgullo gastronómico.
Sidra, un brindis con personalidad
Cuando hablamos de sidra, inmediatamente la asociamos al brindis de fin de año. Dulzona, económica, poco sofisticada, son algunos de los rasgos característicos. Sin embargo, en Asturias y el País Vasco conserva un prestigio mayor: servirla desde lo alto es tradición y arte para exhibir. Y de esta forma llegó a las mesas más sofisticadas, y chefs como Nacho Manzano la llevaron al menú degustación, acompañando mariscos como alternativa refrescante al champagne, lo que ya habla de un escalón más de prestigio en la historia de esta bebida.
En Argentina, etiquetas como Sidra Rama Negra o 1930 Sidra Artesanal ofrecen botellas secas, elaboradas con peras o membrillos, que se ubican junto a vinos de alta gama en vinotecas. El archifamoso chef Mauro Colagreco, incorporó en el restaurante Menton, sidras francesas de autor en su carta, confirmando que la bebida puede jugar en primera división.
Jugar en las grandes ligas la llevó a imprimir un carácter distintivo de cada región donde se fabrica: desde la acidez atlántica, pasando por la dulzura patagónica o la frescura cuyana. En un mercado saturado y expectante de cosas nuevas, la sidra aparece como relato auténtico y versátil.

Vermut con nuevos bríos
Llegó el turno del popular vermut, siempre asociado a las mesas familiares domingueras o a las citas de amigos en los bares, acompañado de aceitunas, sifones y algún que otro cenicero de lata. Era el aperitivo de los abuelos, relegado a la melancolía de la sobremesa. El giro esta vez también vino de la mano de chefs y bartenders que lo recuperaron como emblema.
En Bodega 1900, Albert Adrià recuperó la vieja costumbre barcelonesa de servirlo directo del grifo y acompañado de sifón, ese clásico envase de vidrio o metal con boquilla a presión que libera un chorro de soda fría y chispeante. El sifón es casi un ritual en sí mismo: refresca, aligera el vermut y aporta esa burbuja que convierte la copa en algo más alegre. Es la misma que forma parte del Negroni 1900, el Dry Martini en copa helada o el Americano, además de mezclas sencillas, pero efectivas como vermut blanco con tónica. Todo se marida con aperitivos de sabor intenso: la gilda, bocado en palillo que combina aceituna, anchoa y una especie de pimiento en vinagre, las anchoas del Cantábrico o la longaniza de Vic, un embutido típicamente catalán.
Albert es nada más y nada menos que hermano del célebre Ferran Adrià, y fueron socios en la etapa gloriosa de elBulli, en Cala Montjoi, Girona, considerado el restaurante más influyente por sus técnicas revolucionarias. Tras su cierre, Ferran se enfocó en la investigación y la fundación que lleva su nombre, mientras Albert abrió un universo propio en Barcelona. Bodega 1900 fue su forma de demostrar que la genialidad también podía expresarse en la sencillez, trayendo a colación viejos tragos olvidados, como el vermut, servido con las tapas de siempre.
En Madrid, el chef español Diego Guerrero diseña vermuts con ajenjo y flores, mientras que, en Buenos Aires, La Fuerza es un bar de vermut artesanal fundado en 2018 por Julián Díaz, Sebastián Zuccardi y el propio Diego Guerrero. Allí producen y sirven su propio vermut con uvas de Mendoza, recuperando la tradición del aperitivo porteño con una mirada contemporánea. Así el ritual se convirtió en tendencia con etiquetas elaboradas a partir de malbec y torrontés.
Estas bebidas ya no se esconden en bares de persiana baja, saltaron a formar parte de las propuestas más variadas, como espacios de diseño, con botellas temáticas ilustradas y cartas especializadas. El ritual del aperitivo se transformó en símbolo de modernidad, y los jóvenes lo adoptaron con entusiasmo como parte de su estilo de vida. La historia es la nostalgia que forma parte de cada trago, y en parte es uno de los grandes atractivos.
