(Por Carolina Mena Saravia para El Intransigente).- El panettone, ese pan dulce que cada diciembre reaparece como un pequeño altar en las mesas, es mucho más que una confitura: es una tradición global, un símbolo de fiesta, una receta que cruzó fronteras impensadas. Cuando decimos panettone, inmediatamente nos remontamos a su origen italiano, a una secuencia de viajes, de reuniones familiares y a un fenómeno gastronómico que se transformó en uno de los mojones del calendario más queridos.
Cada año vuelve con el mismo misterio: ¿qué tiene esta masa fermentada que logra despertar tanta devoción? Las respuestas son múltiples, y el aura de la Navidad forma parte de un combo imposible de descifrar. Así se fue tejiendo su historia desde que este manjar arribó a las mesas del mundo. Pero antes, vale retroceder a los inicios.
Pan dulce, panettone y pandoro: un largo camino de reconocimientos
En Italia, el panettone nació en Milán y todavía conserva esa elegancia lombarda que es casi etérea: una masa soplada, alta, aérea, perfumada por cítricos escarchados y salpicada por pasas que aparecen como pecas en su interior. Del otro lado de la mesa aparece el pandoro veronés, más sobrio a simple vista, con un aire levemente aristocrático, sin frutas y con una suavidad que recuerda a un brioche de invierno recién espolvoreado con azúcar impalpable. Ambos conviven en la misma mesa, aunque sus personalidades jamás se confundan.
La historia del panettone, como sucede con los alimentos emblemáticos, tiene un baño de leyenda: algo de verdad, algo de fantasía y mucho deseo de que sea creíble. Está la famosa anécdota del legendario Toni, un ayudante de cocina que habría inventado la receta para salvar una cena aristocrática que corría riesgo de fracasar.
Otra teoría, más antigua, asegura que estos panes se preparaban en la Edad Media para celebrar cosechas, nacimientos y sellar pactos familiares. No se conoce con precisión el trasfondo de estas historias, pero la sola mención de cualquiera de ellas colabora en sostener el aura mítica que rodea a este símbolo de la Navidad.
A diferencia de otros dulces europeos, el panettone necesita tiempo. Su receta incluye una fermentación lenta que exige cuidado, calor preciso y una paciencia a prueba de apuros. La imagen más pintoresca sucede cuando finalmente sale del horno: se lo cuelga boca abajo para que conserve su altura, su forma de “gorro de cocinero”, demostrando que, en gastronomía, incluso la gravedad dialoga con la tradición.

Un largo camino
Con los grandes movimientos migratorios del siglo XIX y principios del XX, el panettone cruzó el Atlántico y, con él, llegaron las variaciones. En Sudamérica encontró climas distintos, harinas nuevas y manos que reinterpretaron la receta, tal como suele suceder con los productos que, al llegar a un país, adoptan rápidamente parte de su identidad. Argentina lo hizo propio casi de inmediato, y así se convirtió en un clásico navideño que desoye su lógica invernal para disfrutarse en pleno verano del hemisferio sur.
Hay, sin embargo, un país donde el panettone encontró un hogar inesperado: Perú. Allí se consume durante todo diciembre y parte de enero, y en volumen supera incluso a varios países europeos. El pan dulce es protagonista absoluto de las fiestas peruanas: se comparte, se acompaña con chocolate caliente o café pasado y se compra en cantidades sorprendentes. Por esta razón, Perú se considera la capital sudamericana del panettone.
Y cada país le imprimió su identidad. En Brasil adquirió una personalidad tropical. En Chile se mezcló con costumbres locales. En México se combinó con bebidas de invierno y sabores especiados. Japón, fiel a su gusto por el detalle, lo convirtió en un objeto de perfección técnica: miniaturas impecables, sabores definidos, un panettone que parece una pequeña obra de arte.
Cada variante cuenta algo del país que lo adopta. El pan dulce nunca se impone: se acomoda, como las arenas de un desierto que cambian con el soplo del viento. En esa capacidad de transformarse reside buena parte de su encanto.
Maridajes, momentos y rituales de servicio
Si hablamos de buen vivir, también hablamos de los rituales del panettone. En Italia se sirve después de la comida principal, acompañado por un vino dulce ligero o un espumoso que resalte sus notas cítricas. En Sudamérica suele hacer su entrada triunfal a media tarde, a la hora del té, o como cierre dulce después de la mesa fría navideña, ya en el momento del brindis.
Los maridajes ideales dependen de su estilo. El panettone clásico milanés se luce con espumosos extra brut o brut nature, que equilibran la manteca y la fruta sin competir. El pandoro admite acompañamientos más golosos: moscato d’Asti, espumosos rosados frescos o incluso un licor de café servido frío. En Perú, la tradición manda: «panetón» con chocolate caliente, una combinación que responde al confort emocional de las fiestas.
Servirlo a la temperatura correcta transforma la experiencia. Un panettone demasiado frío pierde sus aromas a agua de azahar; demasiado caliente se desarma. Lo ideal es disfrutarlo a temperatura ambiente, con un corte firme y generoso que permita ver su textura.
Decir panettone es hablar de un universo cultural. Es la historia de Italia resumida en una masa, la memoria de los inmigrantes que cruzaron océanos con sueños y recetas de su patria, el equipaje simbólico de un pasado que se enlaza con los rituales del presente. Parte de la identidad de un país —y de quienes lo adoptan— se cifra en su gastronomía. Llega diciembre y, con él, el panettone, el pan dulce, el pandoro o como cada región lo bautice. Variantes distintas para un mismo gesto: anunciar que la fiesta, una vez más, está asegurada.
