Cuarenta y un años después de su desaparición, el caso de Diego Fernández vuelve a abrirse con una pista inesperada: el principal sospechoso del crimen sería un excompañero de colegio. El adolescente, de 16 años, había desaparecido en 1984 tras almorzar en su casa y decir que iba a visitar a un amigo. Recién este año, sus restos fueron encontrados por obreros en un jardín del barrio porteño de Coghlan, donde se levantaba una medianera entre dos casas. Allí vivía, por entonces, Cristian Graf, quien ahora quedó en la mira.
Este miércoles, un testigo que reside en el exterior —y que conocía a ambos jóvenes— se comunicó con la fiscalía a cargo de Martín López Perrando. Aportó un dato clave: Graf y Fernández no solo se conocían, sino que eran amigos y habían sido compañeros en la ENET N°36. Lo que al principio parecía una coincidencia trágica, ahora podría transformarse en un vínculo directo con el lugar del crimen.
La casa, el colegio y una vieja amistad
La vivienda donde apareció el cuerpo pertenece a la familia Graf desde los años 70. A pesar de que nunca prestaron declaración, siempre estuvieron en la mira por la sencilla razón de que los restos de Diego estaban enterrados en su jardín.
Cristian Graf, hoy de 56 años, es electricista y aficionado a las motos, una afición que también compartía Diego. Vive en el barrio y su madre continúa residiendo en el chalet de dos pisos sobre la Avenida Congreso. Según el testimonio del denunciante, el caso impactó al grupo de egresados de aquel colegio técnico cuando se conoció que el cuerpo estaba en la propiedad de uno de los exalumnos.
El fiscal evalúa llamar a indagatoria a Graf, aunque se prevé que el delito será declarado prescripto por el tiempo transcurrido. De todos modos, el objetivo es reconstruir la verdad y establecer responsabilidades.
Una desaparición ignorada por la policía
Fernández había almorzado con su madre el 26 de julio de 1984 y salió rumbo a la casa de un amigo, sin especificar a quién iría a visitar. Fue visto por última vez ese mismo día, por la tarde, en la esquina de Naón y Monroe, en Belgrano. Tenía puesta su ropa del colegio y llevaba consigo su mochila.

Esa noche, al no tener noticias, sus padres fueron a la comisaría 39. Allí se negaron a tomarles la denuncia: «Se fue con una mina, ya va a volver», les dijeron. La causa fue caratulada como «fuga de hogar» y no se investigó durante años. La única difusión que obtuvieron fue una entrevista en la revista ¡Esto! en 1986.
La pista que lo cambió todo
El hallazgo se produjo el 20 de mayo pasado cuando se derrumbó parte de la medianera durante una obra lindera, en un terreno que en otro momento había sido habitado por Gustavo Cerati. A partir de allí, intervino el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que logró identificar los restos mediante una muestra de ADN de la madre del joven. El padre de Diego, ya fallecido, murió convencido de que su hijo había sido captado por una secta.
El sobrino de Diego fue quien ató cabos al ver la noticia del hallazgo. Al conocer la edad estimada del cuerpo, la vestimenta y el lugar, se comunicó con la fiscalía. La identificación fue inmediata: el ADN dio un «match» perfecto.
Huesos, objetos y una moneda japonesa
Los peritos encontraron 150 fragmentos óseos, una suela de zapato número 41, un llavero, un reloj Casio con calculadora y lo que parecía un corbatín escolar. También apareció un objeto extraño: una moneda de 5 yenes que, según se supo luego, algunos jóvenes usaban como dije.

El EAAF determinó que Diego había recibido una puñalada letal en la cuarta costilla derecha. Los atacantes también intentaron descuartizarlo con una herramienta cortante, aunque no lograron separar por completo los miembros. El cuerpo había sido enterrado a solo 60 centímetros de profundidad, lo que indica un entierro improvisado y hecho con apuro.
Qué sigue en la causa
A pesar de que el homicidio prescribiría por el tiempo transcurrido, el fiscal López Perrando avanzará con nuevas declaraciones. Este jueves se tomará testimonio al hombre que desde el exterior vinculó a Graf con Diego. A partir de allí, se podrían ordenar otras medidas. El objetivo ya no es judicial sino moral: saber quién fue el responsable, cómo lo hizo y por qué.
En un país marcado por desapariciones, una historia enterrada durante cuatro décadas resurge desde el fondo de un jardín para pedir justicia.