(Por Carolina Mena Saravia para El Intransigente).- El champagne Taittinger encierra conceptos como historia y tradición. Hay algo que distinguió a Pierre Taittinger de los emprendedores que se embarcaron en la aventura de fabricar una bebida distinta, donde las burbujas hablan por sí mismas y son la identidad del producto. Su valía radica en que supo mirar la tierra de Champagne con otros ojos. No se conformó con seguir la línea de las maisons dominadas por el Pinot Noir: eligió la cepa Chardonnay como emblema.
Una decisión de tal magnitud llevó a la casa a cambiar el estilo para siempre, donde lo fresco y lo floral van de la mano de la ligereza. Su idea era más que clara: un champagne debía ser elegante y a la vez cercano, capaz de acompañar la vida en la mesa, no solamente los brindis solemnes. Hoy en día sigue primando este concepto, que se convirtió en la esencia de la maison.

Historia de una burbuja
Todo comenzó en 1932, cuando Pierre Taittinger compró el Château de la Marquetterie, una casa antigua rodeada de viñedos donde empezó a dar forma a su visión. Era una finca productiva y a la vez un lugar cargado de historia, que le permitía aunar su proyecto con la tradición. Buen comienzo para la maison Taittinger, que puso un pie en el pasado y otro en la modernidad. El castillo se convirtió en símbolo de su filosofía: el champagne como cultura y como arte de vivir.
Las características de la cepa Chardonnay también transformaron la identidad de la marca. Valiéndose de esta cepa, Taittinger ofrecía vinos palpitantes y delicados, pensados para quienes buscaban un placer distinto. No tardó mucho tiempo en establecer una característica propia para cada uno de sus productos.
El champagne Brut Réserve se convirtió en una puerta de fácil, con refinamiento, al tiempo que el Comtes de Champagne Blanc de Blancs consolidó la grandeza de esa elección. Taittinger no escatimaba nada: con sus cambios enaltecieron lo que hasta ese momento se conocía como Blanc de Blancs, íntegramente fabricado con uvas blancas de la zona de Champagne.

Gastronomía, maridajes y champagne
Si algo distinguió a Pierre Taittinger fue lo que se conoce como ojo gastronómico. Siempre bregó para que el champagne integrara la mesa y no se limitara al brindis final. Esa convicción lo acercó a los grandes chefs de Francia, que consideraban a sus vinos como el aliado perfecto para mariscos, pescados y aves delicadas. Así, poco a poco, el champagne fue dejando de lado la idea de que era un lujo. Un verdadero integrante de la cocina francesa.
La marca comenzó un crecimiento generalizado, donde cada restaurante de alta gastronomía se jactaba de tenerlo en sus cartas. En los años de esplendor de la nouvelle cuisine, exponentes como Paul Bocuse y Joël Robuchon sirvieron Taittinger en sus mesas. La frescura del Chardonnay se relacionaba a la perfección con la sutileza de sus platos, y esa unión reforzó la identidad de la marca. No era una bebida de ostentación, muy por el contrario, se amparaba en la idea de armonía. Un vino que acompañaba el trabajo del chef como un invitado respetuoso y brillante al mismo tiempo.
A modo de anécdotas, recordemos que en 2012, cuando Londres fue sede de los Juegos Olímpicos, Taittinger se sirvió en las recepciones oficiales. Luego se extendió a festivales de cine o cenas diplomáticas, y de esta forma se fue convirtiendo en una opción marcada por la costumbre que no es lo mismo que acostumbramiento. “El Taittinger Blanc de Blancs es como un traje bien cortado, elegante sin ostentación”, dijo alguna vez un maître francés con autoridad. Y en esa frase queda resumido el ideal de su fundador: la distinción entendida como sencillez refinada.
Y la figura de la maison como sponsor de distintos acontecimientos creció. La casa creó el Premio Internacional de Arte Contemporáneo Taittinger, acercando las burbujas a la creatividad. El champagne se volvió así embajador del art de vivre francés: una forma de estar en el mundo donde la elegancia, la mesa y el arte se encuentran.
Un estilo que conquista el mundo
El estilo Taittinger cruzó fronteras con naturalidad. Tras la posguerra, llegó a Nueva York y conquistó la escena social. Jackie Kennedy lo eligió por su ligereza frente a otros espumosos más pesados, convirtiéndose en una embajadora espontánea. Más tarde, fue elegido para servirse en la boda del príncipe Guillermo y Kate Middleton. El Brut Réserve fue el champagne servido en Buckingham, un lujo bien merecido que subrayó la idea que siempre tuvo su fundador. Son pocas las casas que puedan presumir de acompañar tanto la vida privada como la historia pública.
Taittinger siguió su camino y conquistó también la cultura pop. James Bond, en Casino Royale, pide un Taittinger Blanc de Blancs 1943, una mención literaria y cinematográfica que lo convirtió en símbolo de glamour y sofisticación. A partir de ahí, la maison quedó asociada al universo del cine y al lujo discreto. No es un detalle menor: la ficción también ayuda a construir la identidad de un vino y a sostenerlo vivo en la memoria colectiva.
Frente a champagnes más potentes, Taittinger ofrece delicadeza, frescura y equilibrio, y eso el consumidor lo sabe, renovando su apuesta y volviéndolo a elegir. Por eso se convirtió en favorito de sommeliers, chefs y amantes del vino que buscan un estilo refinado pero cercano. Pierre-Emmanuel Taittinger suele decir que “es un champagne que sonríe”. Linda frase para englobar la esencia de la maison: elegante alegría, sin necesidad de grandes estridencias.
Otra “perlita” caracteriza al champagne Taittinger. Hoy la maison sigue siendo de propiedad familiar, algo cada vez menos frecuente en Champagne. Taittinger conserva la independencia, frente a una realidad que ve grandes casas productoras en manos de grandes capitales. Esa continuidad asegura que el estilo del fundador se mantenga fiel. Cada botella refleja un mismo producto: burbujas que nacen para acompañar, compartir, y por qué no para amar. No son un símbolo vacío, mejor aún, son un puente entre el pasado y el presente, entre la mesa y la cultura nuestra de todos los días.