El vino por copa en restaurantes de alta cocina se ha convertido en uno de los grandes fenómenos de la gastronomía actual. Hasta hace unas décadas, lo habitual era que el cliente pidiera una botella o, en el mejor de los casos, un “vino de la casa” genérico, sin identidad ni atractivo. Nada exclusivo, porque los grandes vinos estaban vedados al consumo por copa: abrir una botella costosa para servir una sola medida era algo impensable, y los sommeliers preferían proteger sus joyas de la oxidación antes que arriesgarse a que se malograran en el intento.
El cambio comenzó con una aguja. Literal, porque la invención de un accesorio llamado Coravin lo cambiaría todo. Creado en 2013 por Greg Lambrecht, este dispositivo permitió perforar el corcho y extraer vino reemplazando el aire por gas argón, evitando la oxidación. La botella seguía intacta, y la copa, perfecta. A partir de entonces, los restaurantes entendieron que podían ofrecer etiquetas míticas por copa sin arruinar el contenido que quedaba. Los avances tecnológicos abrieron un mundo de posibilidades, y lo que parecía un lujo imposible se convirtió en una práctica habitual en las cartas de las grandes cocinas del mundo.
El lujo democrático
Y todo fluyó a pedir de boca. Lo que parecía una rareza tecnológica se transformó en un gesto de hospitalidad. En el Celler de Can Roca, en Girona, por ejemplo, los menús de maridaje comenzaron a incluir copas de Château d’Yquem, Romanée-Conti o rieslings Trockenbeerenauslese alemanes, vinos que antes solo podían pedirse en botella completa. El cliente conocedor se volvió viajero: cada plato tenía su copa compañera, sin barreras económicas imposibles y con el privilegio de acceder a experiencias que hasta hace poco estaban reservadas a críticos, coleccionistas o clientes de altísimo poder adquisitivo.
En Oceanique, en Evanston, Illinois, el programa incluye 24 vinos por copa. Allí es posible saltar de un Puligny-Montrachet de Domaine Leflaive a un cabernet de Ridge Vineyards en un mismo servicio. La experiencia, tal como describen sus sommeliers, es como recorrer medio mundo sin salir de la mesa. El restaurante, fundado en 1989 y centrado en mariscos de inspiración francesa, entendió que la innovación no estaba solo en la cocina, sino también en la forma de llenar una copa.
Uno de los íconos del vino por copa es Robuchon au Dôme, en Macao. La cúpula del Grand Lisboa, en esa ciudad emblemática china, guarda más de 17.000 etiquetas, pero lo fascinante es la posibilidad de tomar, por copas, exponentes de Burdeos míticos como Château Margaux, Château Haut-Brion o champagnes de Krug. Una copa de estos vinos puede costar más que un menú completo, pero bien vale París una misa.
En Chicago, el restaurante Sepia tiene una carta de más de 400 etiquetas, que convive con 20 vinos servidos por copa, elegidos según la temporada. En un mismo menú se puede pasar de un viognier del Ródano a un pinot noir de Oregón, y así comprender cómo el vino dialoga con el tiempo y con los ciclos de la naturaleza.
En Singapur, Saint Pierre lleva la experiencia un paso más allá: además de copas sueltas, invita a elegir medias botellas, una fórmula intermedia para quienes quieren más de una copa sin llegar a consumir la unidad completa. Flexibilidad es el nuevo lujo, donde tanto el ávido conocedor como el curioso recién iniciado encuentran campo abierto para la experimentación.

Una copa muy humana
El auge del vino por copa también transformó el trabajo del sommelier. Ahora pueden abrir el abanico a los viajes sensoriales plato por plato, explicando por qué un riesling alemán de Egon Müller dialoga mejor con un ceviche o cómo un syrah del Ródano norte, como el Guigal Côte-Rôtie, eleva un cordero en cocción lenta.
Los comensales, de parabienes, disfrutan de un lujo democrático: ya no es necesario comprar una botella de Dom Pérignon para brindar con él. Basta pedir una copa. Algo que antes era inaccesible se volvió alcanzable, aunque sea en pequeñas dosis, y eso reformula la forma en que se entiende el lujo gastronómico.
En la actualidad, los sistemas de preservación permiten incluso vuelos verticales. No es nada sofisticado en apariencia: se trata simplemente de probar el mismo vino en tres añadas distintas, algo prohibitivo en cuanto a costos si se tratara de botellas. Un cliente puede comparar un Barolo de Giacomo Conterno 2013, 2015 y 2017 en la misma comida. Una exquisitez con todas las letras.
No es una moda pasajera. El vino por copa llegó para quedarse. Lejos de ser tendencia, esta práctica se consolida como un estándar en la alta gastronomía. Cada vez más bares de vinos urbanos se animan a esta costumbre, los hoteles boutique la incluyen en sus ofrecimientos y las bodegas descubren que sus etiquetas pueden alcanzar públicos mucho más heterogéneos.
Porque al final, el vino —por botella o por copa— demuestra que siempre fue un viaje compartido. Una experiencia conjunta que disfrutan tanto el sommelier como el consumidor, y que ahora, gracias a la técnica, cabe en una sola copa.
